miércoles, 25 de febrero de 2015

Resurrección

Hace poco una buena amiga me preguntó para qué entregarse tanto y amar si al final todo se acaba o se pierde.

Pienso que todas las relaciones son finitas por el hecho de que todos somos mortales y podemos perder a personas muy importantes por ello, tal y como viví con mi padre cuando murió.

También en la amistad, como nos pasa a todos, perdemos gente a veces. Por distanciamiento, decepción y la peor de todas las causas, traición.

Hará medio año sufrí la pérdida de una muy buena amiga. Una amiga íntima que era muy importante para mí. Era un vínculo de los que se construyen cuando vives en el extranjero, lejos de casa y de los tuyos, un vínculo que cuando estás allí es cuánto tienes. Los amigos que se hacen lejos de casa, como yo los siento, son familia y son para siempre; pese al tiempo, la distancia y las ciscunstancias de cada uno. Obviamente mi forma de sentir o pensar no es la única ni la verdadera, pero no tengo otra vida experienciada sobre la que hablar.
Como contaba perdí a esta persona porque al segundo día de presentarle al hombre del que yo estaba enamorada decidió libremente y por este orden; besarle, acostarse con él y confesarle los sentimientos por él que yo sentía sin mi consentimiento. Para terminar de “adornar” el pastel y no contenta con eso, decidió ocultármelo y nunca dar explicaciones ni disculpas en tal sentido.

Quiero confesar que me pasé dos días encerrada en casa llorando viendo nuestras fotografías juntas y pensando en nosotras como quién está penando por alguien a quién ha perdido irremediablemente para siempre.
Comparto también que salía a diario a beberme la traición con lágrimas y mi desamor, que dejé de comer y perdí mucho peso, que destruirme era el único modo de poder dormir seis horas seguidas con pesadillas mediante acerca de ellos dos juntos. Quiero confesar las veces que miraba mi teléfono esperando una llamada que nunca llegó, que interrogué a toda nuestra gente en común por si ella hubiera tratado de ponerse en contacto conmigo para, al menos, afrontar los hechos y que no sucedió.

Debo reconocer que a él lo amé como nunca se debe hacer, por encima de mí misma y que me suplicó una oportunidad llorando y una disculpa y por amor se la di porque lo sentía así en el alma.
Le di la oportunidad de destrozarme en todos los sentidos que pudo hacerlo y fui responsable de ello porque le permití hacérmelo. Y es que soy plenamente consciente de que nadie puede hacernos un daño que no nos dejemos hacer y el resto son excusas.

Sé todos los motivos que me llevaron a esa situación, a cuatro ataques de ansiedad, a un desmayo por pérdida de consciencia por bajada de tensión, a vomitar en plena calle a medio día... A un sinvivir del que he aprendido muchísimo.

Sé que todo era mentira como ya lo sabía cuando me embarqué en ese Titanic dispuesta a pillar hielo de camino y aun así me fui a por ello porque le quería con el alma y confié en su bondad y mi capacidad de perdonar y amar. Hacía tres años que no me permitía enamorarme ni que me rompieran el corazón y lo hice.

Pese a todo lo vivido, aunque todo acabe del modo que sea, los muros no son la solución. Puedo decir que pasé tres años viviendo así y eso no es vivir plenamente. Hoy sé que entregarse y amar sirve pase lo que pase y que no es algo a lo que renunciar.
A pesar de todo lo que me he dejado hacer por ambos, estoy en paz porque les he amado de verdad, hice las cosas desde dentro y de corazón. Siempre he creído que el problema no es del traicionado ni del ingenuo que se presta a algo por creer que le aman, el problema es de esas personas que sienten la imperiosa necesidad de herir, de forma consciente o inconsciente, para sentirse bien, o al menos un poco mejor, consigo mismas.
Vivo el fracaso tan intensamente como el amor porque me enseña muchas cosas. La pérdida de un padre a los veintitrés me ha enseñado cosas que por fortuna muchas personas se plantean a los cincuenta años y no a esa temprana edad a la que tuve que hacerlo.
Al final, la pérdida de estas dos personas sólo ha restado un amor que nunca lo fue y una amiga que tampoco.
Me siento muy agradecida a ambos sin ningún tipo de ironía porque hoy soy feliz sin ningún motivo necesario para ello. Sólo he perdido algo que me causaba dolor.

Así que mi respuesta es sí. Sí vale la pena amar y entregarse si al final se pierde o se gana porque no cambio en el mundo los veintitrés años junto a mi padre ni cambio todo el amor que sentí por él, ni la amistad que sentí por ella.

Hoy sé que no voy a querer más porque no se debe por amor a uno mismo, pero sí mejor.

He aprendido que las pérdidas suman y que hay victorias que tienen mucha más dignidad que ninguna derrota.


 Que soy una mujer en el mundo
Que hizo todo lo que pudo
No te olvides ni un segundo

Que eres lo que más he querido en la vida
Lo que más he querido...

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