viernes, 27 de mayo de 2016

Licenciada en Despecho

Me dijeron que lo echaría de menos, que añoraría estar en la Universidad y se equivocaron por mucho.

Hoy he visto a la persona que llegó allí por primera vez hace once años y que hoy es otra muy distinta (afortunadamente), física y psíquicamente.

Quería muchas cosas de mi paso por la Universidad pero la Vida es lo que es, ni más ni menos que eso y no ha de ser lo que uno quiere.

Hoy he visto a esa chica de dieciocho años que, desde los ocho, de mayor quería ser abogada, periodista y escritora  y que entró es ese edificio para empezar por algo.

     La he visto salir corriendo pasillo abajo de su primer examen como alumna de Derecho, huía en tacones del apuesto profesor de Derecho Romano que la llamaba a gritos -¡por su nombre!-, de una clase de cien personas sabía su nombre y apellido, gritaba por el pasillo dejando a la clase sola con el examen, mientras ella buscaba una bolsa con la que poder respirar insuflando el aire dentro. He visto las escaleras, donde en su primer septiembre aquel profesor le dijo: “estoy muy decepcionado contigo Carmen, eras mi mejor alumna, leíste el examen y te fuiste, debiste intentarlo”. La he visto llorar y decirle: “no me sabía perfectamente una de las tres preguntas, no pude hacerlo, ningún buen alumno deja en blanco un examen o no sabe todas las respuestas”... “Me da igual el examen”-me respondió- “yo tengo que hacer exámenes para evaluaros. Te he escuchado y observado en clase, eras mi mejor alumna”.

Recuerdo este día como el momento liberador en que empecé a decepcionar a todo el mundo. Al principio es agobiante, luego raro, luego te aligera de cargas que no son tuyas. Cuando ya todo el mundo está decepcionado puedes Ser, ser lo que seas, ser lo que quieras. Entonces ya no llevas etiquetas, entonces ya no eres la máquina de satisfacer expectativas de nadie.

Veo a aquella chica que tuvo que hacer Programación neurolingüística para superar el pánico escénico y poder enfrentarse a los exámenes. Veo los anclajes, el sudor en las manos, temblar, el pánico. Hablar al espejo para mejorar la dicción en los exámenes orales... Todo, para no huir corriendo de ellos. Un esfuerzo que sólo entiende quien lo ha vivenciado.

La alumna brillante se apagó el primer año y al acabar el segundo tuvo un ataque de ansiedad en pleno examen oral de Derecho Internacional Público. Delante de todo el mundo la voz no salía, si salía era entrecortada y la respiración era asmática, la Doctora en Derecho Internacional no dio tregua, la Doctora que examinaba obsequió con un suspenso a la chica que salió corriendo cargada con un enorme cartapacio rosa. Esta fue la primera vez que aprendí de justicia en la Universidad. De nada valió mi media de notable en el resto de exámenes de todo el curso, el oral final estaba suspendido porque “me puse nerviosa”, -me dijo con una cínica sonrisa una persona que no me tragaba y no se esforzaba en ocultarlo-. La Ley no es justa pero es ley, el silencio por las causas que sean ante una pregunta de un examen oral es un suspenso.

Esta persona me enseñó mucho con su acto, que sin duda ni recordará, del trato que nunca hay que dar a quién esté padeciendo un ataque de ansiedad. Una enfermedad, por cierto, reconocida por la OMS.

Al acabar el segundo curso y aprobar todas menos una, estaba celebrando la victoria, volvía de la playa con una amiga. Me animé a disfrutar de una cerveza en un bar al lado de casa. De pronto, sentí la necesidad de salir del bar a tomar el aire, después; ya fuera, sentí la necesidad de sentarme. El suelo estaba muy cerca de mis ojos o eso me pareció y me pareció que me iba a caer aún sentada, volví dentro y dije: “no me encuentro muy...”

De pronto recuperé la consciencia, la peor consciencia que se puede recuperar. Mi mente estaba allí pero mi cuerpo no. No podía abrir los ojos, tenía las piernas estiradas y absolutamente agarrotadas, los brazos doblados por los codos con las manos dibujando una C invertida. La mandíbula totalmente cerrada. Intenté con todas mis fuerzas moverme y no pude. Intenté con todas mis fuerzas responder a mi amiga que lloraba y me sujetaba la cabeza y no pude. Intenté emitir un sonido pero estaba agotada y no pude. Pensé, al no poder mover mi cuerpo, que estaba padeciendo una embolia (tenía 20 años), pero que era muy joven para ello. Pensé en lo que sufrirían mis padres al verme así, deseé que no me vieran así pero no podía expresarme. La ambulancia llegó, los camareros interrogaban a mi amiga sobre si yo había consumido drogas. A Dios gracias los sanitarios que llegaron y la policía desmintieron la mayor sólo con levantarme por la fuerza los párpados y verme las pupilas. Seguía sin poder despegar los ojos, pese a los esfuerzos del personal sanitario, ni abrir la boca para hablar y lo oía todo.
Pude gruñir por fin y se me cayó una lágrima a la tercera vez que me preguntaron si les escuchaba. Nunca gruñir guturalmente me hizo tan feliz. Al cabo de unos minutos con las piernas en alto mis extremidades no respondían aun pero al fin, pude hablar sin abrir la boca. Me dijeron que no era una embolia, que era un cuadro de ansiedad. El cuadro era yo en una ambulancia, llena de cables...

La ansiedad quiso hacer carrera, a veces conmigo y otras contra mí. Bendición y condena a la vez, he aprendido tanto de ella como ella sabe de mí. No me ha vencido nunca porque soy dueña de mi ansiedad y ella no es dueña de mí. Después de tanto tiempo sé que si me ha ganado alguna vez sólo me enseña a luchar con más fuerza. Todo esto lo he aprendido trabajando mucho fuera de la universidad, la ansiedad no se va por sí sola, es algo a enfrentar.

Por supuesto estuve enamorada en la carrera y por supuesto me rompieron el corazón como a todo el mundo. Qué joven era. Por supuesto fue el fin del mundo, hasta que quiso la vida enseñarme lo que era eso de verdad.

En mi último año de Facultad (2010) mi padre enfermó de cáncer el 1 de noviembre y murió día 6 de diciembre.
En este punto dejé aparcada la carrera. Mi mundo se acabó de verdad.
El 15 de febrero de ese mismo año, estaba llevando a mi madre en coche porque llovía. Una chica me golpeó con su coche por detrás causándome un esguince cervical. Bajé como si nada, paré un taxi a mi madre para que siguiera su camino. Me senté en el asiento de atrás a guarecerme de la lluvia para llamar por teléfono a alguien que me ayudara y llamé por supuesto a mi padre al móvil, en ese instante me di cuenta de dos cosas: que mi padre estaba muerto irremediablemente y de que un policía local golpeaba la ventanilla de mi coche y yo sólo quería seguir ahí dentro sin enfrentarme a que había tenido un accidente y que no sabía qué hacer sin mi padre en mi Vida.

Mi esguince cervical y yo decidimos enfrentarnos al prácticum de la carrera. Uno de los profesores de Derecho Internacional Privado había ido poniéndome ceros en todos los trabajos no presentados. Al no asistir a clase, me dijo que yo había perdido la evaluación contínua, me dijo que al no entregar los trabajos en plazo la nota de cada uno no entregado era un cero.

Mi collarín y yo cogimos un autobús para discutir con este señor, me dijo que sólo me quedaba cambiarme al grupo de tarde y hacer el examen final anual. Me dijo que debía acudir a los servicios administrativos y solicitar esto por escrito así como comunicárselo al jefe de estudios de mi departamento. Mi collarín, mi orfandad y yo tuvimos que explicar a tres personas diferentes lo acontecido, verbalmente y por escrito.Lo hice, sólo tenía 23 años.
Los tres acabamos llorando sentados en un banco de ese pasillo que veo.
Esta es la segunda vez que aprendí justicia en la Universidad, la Ley es Ley para todo el mundo y todo el mundo, huérfano o no, es igual ante la Ley.

Este señor que me hizo pasar por este calvario emocional y burocrático, cuando al fin aprobé tuvo a bien decirme que "antes no lo había hecho porque no me había dado la gana". Este señor además de Doctor en Derecho Privado y tener un extenso y brillante currículum es padre. Este señor conmigo, no fue persona. A este señor le agradezco enseñarme el trato que jamás se ha de dar a una persona de 23 años que ha perdido a su padre en un mes.

En el prácticum la situación no fue mejor, la gente me miraba y cuchicheaban. Todos los profesores eran hombres de la edad de mi padre. Hombres vivos que daban clase como él y tenían su edad y me recordaban que él ya no explicaba anada a ningún alumono.

Todo el mundo sabía lo que me había pasado pero no eran mis amigos, no hacía el practicum con nadie con quien tuviese amistad. Es lo "duro" de acabar tarde una carrera. Muchas veces los veía irse en coche mientras yo esperaba, algunas veces bajo la lluvia y con collarín, el autobús para poder regresar a casa ya que el esguince cervical me impedía conducir.
Para los trabajos en grupo yo muchas veces estaba distraída y cuando hablaba, mis opiniones no eran tenidas en cuenta aunque no todas fueran equivocadas. Fueron tiempos duros.
Un día en plena clase del prácticum de tribunales, el profesor enfureció conmigo. Teníamos que entregar una práctica y yo me había pasado dos días haciéndola y me la había olvidado en casa. Me gritó que tenía un cero y que no se podía consentir esto. Yo me asusté y con sus gritos a causa de mi estado emocional y pedí perdón. Era la primera vez que me pasaba algo así, no creí que fuera para tanto. Yo estaba triste, yo no estaba para aguantar gritos delante de todo el mundo. Ningún compañero me apoyó, ningún compañero dijo nada al verme tragar lágrimas después del enfrentamiento verbal. 

Me tragué las lágrimas y al salir redacté un desesperado e-mail a la coordinadora del prácticum. Doctora en Derecho Civil, profesora mía de Derecho Civil cuatro años y lo más importante, persona. Le escribí con la visceralidad que caracterizaba a semejante situación, al final le pedía simplemente que me ignoraran en las clases, que no me gritaran, que yo era una más, sí, pero que mi situación era excepcional. Sólo ella y otra persona más tuvieron alguna especial consideración hacia mi situación personal. Nadie más la tuvo.

Esta es la tercera vez que aprendí justicia en la Universidad, sólo quien ha pasado por lo mismo en su vida es capaz de empatizar.

Agradezco a todas las personas que me lo hicieron todo más difícil hacerlo así, me enseñaron como no quiero ser y como no tratar a alguien que ha sufrido una pérdida. 

Tardé 3 años más en terminar la carrera. Suspenso tras suspenso, sólo quería dejarlo. En este tiempo hubo profesores que me dijeron que yo no servía para estudiar, otros que no sabía estudiar, otros que no todo el mundo podía hacer Derecho. Vi como todo el mundo llegaba a la meta y yo seguía lesionada.
No es fácil ( o posible) estudiar cuando uno se repone de un trauma así.

Nunca he aprendido tanto como cuando suspendí tantas veces, siempre se aprende desde el fracaso, siempre.

El año en que acabé, sólo me quedaban tres asignaturas. Las estudié hasta la enfermedad (literalmente) y me esforcé al máximo. Puse toda mi energía en eso. Todo mi tiempo.
En junio suspendí esas únicas tres asignaturas que me quedaban para terminar y que llevaba seis meses estudiando. Hoy he visto a esa chica llorando en el parking de la facultad con el móvil en las manos; en la pantalla, sus 3 suspensos.

Fue la cuarta vez que aprendí justicia en la Universidad, a los exámenes no les importa cuanto te hayas esforzado. A los profesores de Universidad no les importa cuánto hayas estudiado, lo que te has gastado en tus estudios, que casi has enfermado de úlcera de estómago, o que se te haya muerto tu padre. Los exámenes son para todo el mundo como la Ley.

Harta, me limité sólo a leer los apuntes para los exámenes de septiembre, ya que de todos modos, me iba a vivir a Londres y la carrera había pasado de sueño a pesadilla. Si no aprobaba me iba igualmente y que acabara mi carrera Rita la cantaora.

En esa convocatoria de junio aprobé los 3 y con nota. Fue la última vez que aprendí justicia en la Universidad. Arbitrariamente había aprobado, objetivamente no lo merecía por lo poco que había estudiado, subjetivamente sí. La justicia para ser justa, nunca puede ser subjetiva.


Acabé tan harta y hastiada de todo lo relacionado con la carrera que hasta hoy no he ido a recoger mi Título. No sé si alguien ha sufrido tanto por una cartulina muy cara alguna vez. Parece tan ridículo todo años más tarde...

Al terminar la carrera no me brindé una graduación, ni una fiesta, ni un verano Estrella Damm... No podía celebrarlo sin mi padre, no espero que nadie me entienda, como si de verdad se hubiera muerto para siempre y yo con él. Acabé con pena y sin gloria. Yo no celebré y nadie me celebró.

Ahora tengo el tiempo y el dinero, hoy tengo una cartulina muy cara. Este verano celebro mi Licenciatura. El martes es su cumpleaños y yo me voy a la playa a celebrarlo, le voy a enseñar mi cartulina, a él le habría gustado.

Cuando desencarnas nadie te pide tus cartulinas ni tu posición bancaria. Te preguntan qué has aprendido, qué emociones has vivido. Eso tampoco lo aprendí en la Facultad de Derecho.






"No hay nada como volver a un lugar que no ha cambiado, para darte cuenta cuánto has cambiado tú”. - Nelson Mandela

sábado, 21 de mayo de 2016

Auschwitz

             A los ocho años mi padre me regaló el libro el diario de Ana Frank. Desde la portada me sonreía una niña que me pareció de mi edad, tenía el pelo grueso y parecía difícil de peinar -lo que compadecí enseguida pensando en si ella también tenía una niñera que le daba tirones sin querer al peinarla para ir a la escuela-. Me miraba con los brazos apoyados en una mesa de escritorio mientras sostenía una pluma. Era una niña a la que le gustaba escribir como a mí, -pensé- me cayó bien de inmediato. Asocié la imagen al título; ella era Ana Frank, parecía que tenía mi edad y ya había publicado su primer (?) libro. Me parecía muy interesante escribir un diario, lamenté que no se me hubiera ocurrido antes a mí. Desde ese día lo hice. Como niña con ínfulas de escritora sentí la mordedura de la envidia y pensé en qué podría enseñarme su publicación para inspirarme.
Di la vuelta al libro rápidamente para leer la contraportada, junto a su nombre había dos fechas. Se me hizo un nudo en la garganta. Conté con los dedos -aun lo hago- su edad. Perdí a mi abuelo a los 5 años, vi las dos fechas junto a su nombre en una lápida, entendí muy bien que esa niña estaba muerta como mi abuelo y que parecía de mi edad pero no, murió a los quince, sólo tenía 15 años al morir, fue entonces cuando supe que era mayor que yo.
A continuación se explicaba en lenguaje adulto quién era esta niña y cómo murió. Fue la primera vez que leí: “campo de concentración”, “judío”, “cámara de gas”, “Bergen-Belsen”, "Auschwitz".
Desde ese momento crecieron mis ansias de conocer sobre el holocausto. He leído no pocos libros sobre el tema, visto documentales, incontables películas, devorado fotografías. Cada cosa que aprendía era más horrible que la anterior. “Maus” hizo mella en mí a los dieciséis, a solas el cómic y yo... Lloré y nunca me gustaron los cómics. “Shindler's list”, “la vida es bella”, “El pianista” me hizo llorar y aprender a partes iguales...



Sabía que la experiencia era dura, pero como visceral atraída por la literatura dramática fui. Viajé allí como la niña de ocho años que leyó por primera vez algo sobre el holocausto y aprendió esa palabra también.



           Al llegar me recorrió un escalofrío, pero hacía frío y no le quise dar importancia. Ante mí el cartel de las películas. No entendí a dos jóvenes de mi edad que se hicieron un selfie sonriendo junto al cartel: “arbeit macht frei” que como es sabido significa: el trabajo os hará libres. En otro tiempo les habría increpado y humillado por semejante comportamiento hoy solamente digo y opino -sin ser mi opinión la más válida en ningún punto- que Auschwitz no es un lugar para hacerse selfies o para posar sonriendo haciéndose fotos. Es hoy un museo de barbarie, tortura, dolor, sufrimiento y muerte. Me apenan aquellos que no tienen conciencia de su aquí y ahora, de no saber dónde están. Me quedo con el hecho de que sólo lo hicieron una vez a diferencia de dos señoras de mediana edad que posaban; del brazo, juntas y por separado demandando fotos al grupo y sonriendo en las mismas. Reconozco la superioridad moral que sentí al no caer en semejante bajeza ni hacerlas partícipes de lo que pensaba de ellas. Y sé que está mal, pero Auschwitz no es un posado del HOLA.



Cambiando de tema, la guía nos explicó que visitaríamos Auschwitz I y Auschwitz-Birkenau II. Caminamos por Auschwitz (I) y algo tan sencillo como caminar por allí fue solemne para mí. Visitamos los barracones y las celdas de castigo, las celda de hambre, las celdas de estar de pie y las de oscuridad. Al salir de ahí sentí picor en la comisura del labio, en el lado derecho, quise pensar que era un mosquito. Sentí quemazón en el centro del pecho, quise creer que tenía alergia. Me picaba toda la piel.

Cambiamos de barracón y se nos advirtió que sólo había un sitio donde no podíamos hacer fotos.



Vimos una sala con gafas, las gafas de todos aquellos asesinados que las llevaban y sólo quedó eso de ellos en el mundo. Yo llevo gafas, mis padres y abuelos siempre han llevado gafas, empaticé con el hecho de que eso fuera lo único que le quedara a alguien para recordar a un ser querido.

Después, había maletas vacías con nombres y apellidos o con la dirección de casa, como hacemos todos cuando nos vamos de viaje. Les engañaron a todos, les dijeron que iban a trabajar en el campo. Al llegar, los menos afortunados iban directos a la “desinfección”, a recordar un número dónde habían colgado sus cosas, como hacemos todos con la taquilla cuando nos duchamos fuera de casa. Y sólo cuando se veían tantos dentro de la cámara de gas debían entender que iban a ser asesinados.
Después los quemaban de a tres en los hornos crematorios colindantes y después arrojaban sus cenizas al río para exterminar su existencia física en este mundo.
Vi cuantiosa ropa de niños pequeños y bebés. Vi prótesis y muletas, todos aquellos con taras físicas eran los primeros en ser gaseados, sus prótesis iban a ser enviadas a hospitales alemanes. Había corsés y piernas protésicas infantiles. Con el corazón encogido llegamos a ese sitio donde no podíamos hacer fotos. Vi una sala de unos 30 metros de largo llena de cabello humano desde el suelo hasta el techo, al detalle, distinguí perfectamente unas trencitas rubias como las de mi hermana cuando era pequeña, había pelo de niños. Un 20% de los asesinados allí eran niños y jóvenes. Estaba allí el pelo que les cortaban al llegar, casi todo el grupo se emocionó en este punto.
El pelo de los judíos era aprovechado para hacer relleno de colchones para los nazis y para poner pelo en el cuello y puños de los uniformes militares.


Al salir de ahí mi presunta picadura de mosquito en la comisura del labio era un herpes en forma de constelación. No creo en las casualidades, sí creo en la biodescodificación y el origen emocional de la enfermedad.

Al salir vimos a tres rabinos, llevaban orgullosos la bandera de Israel a modo de capa, un kipá y se les veía sonrientes. Me imaginé perfectamente a la pequeña Carmen de ocho años abrazando a uno de ellos, era de lo único que sentía ganas en ese momento. Porque sí. Les oímos cantar, me alegró el corazón que su pueblo aún pueda cantar, no siento sino un profundo respeto por ellos y por todas las víctimas y supervivientes.


Vimos desde fuera el hospital donde el Dr. Mengele hacía sus experimentos. El lugar donde fusilaban a los judíos condenados a muerte y otros presos políticos.
Vi el único crematorio que se conserva en pie y las cámaras de gas, entré en posición gasho en señal de respeto, vi los arañazos de los allí asesinados en la pared donde impuse las manos, no todos los días uno puede tocar la historia con las manos.
Por respeto todos guardamos el debido silencio y la solemnidad que requería estar contemplando ese lugar donde fueron asesinadas tantas personas inocentes que espero puedan descansar en paz.



Por último, tomamos el bus lanzadera hasta Auschwitz II, al llegar allí no podía ver el final del campo por lo grande que era. Esto me llevó al atroz pensamiento de que todo eso estaba lleno de gente esperando a morir o ser asesinada. Vi uno de los vagones originales en los que llegaban desde otras partes, algunos para ser gaseados tras siete días de pasar hambre en un vagón con cadáveres y restos biológicos humanos. Vi las ruinas de los crematorios que trataron de volar los nazis al acabar la guerra. Y los barracones, ya no había ni literas, eran tablas de madera y frío suelo enfangado en el que dormir a temperaturas de veinte grados bajo cero en invierno. Había en aquella época, piojos, ratas, insectos varios y la mayoría morían de tifus, de inanición o de frío antes de ser gaseados. Auschwitz II era, si cabe, aún peor.


Esperaba ver cosas muy duras de las que sólo había leído e intuído cosas., esperaba sobrecogerme. No esperaba sorprenderme como sucedió. Hace 48 horas que visité Auschwitz y sólo tengo en mi mente las cosas atroces que vi. Nada de lo que había leído y escuchado se podía comparar con el infierno que vi y pude imaginar in situ.







































































Sabemos de dónde venimos: los recuerdos del mundo exterior pueblan nuestros sueños y nuestra vigilia, nos damos cuenta con estupor de que no hemos olvidado nada, cada recuerdo evocado surge ante nosotros dolorosamente nítido. Pero a dónde vamos no lo sabemos.

Para escribir este libro he usado el lenguaje mesurado y sobrio del testigo, no el lamentoso lenguaje de la víctima ni el iracundo lenguaje del vengador: pensé que mi palabra resultaría tanto más creíble cuanto más objetiva y menos apasionada fuese; sólo así el testigo en un juicio cumple su función, que es la de preparar el terrero para el juez. Los jueces sois vosotros.

Primo Lévy.