sábado, 21 de mayo de 2016

Auschwitz

             A los ocho años mi padre me regaló el libro el diario de Ana Frank. Desde la portada me sonreía una niña que me pareció de mi edad, tenía el pelo grueso y parecía difícil de peinar -lo que compadecí enseguida pensando en si ella también tenía una niñera que le daba tirones sin querer al peinarla para ir a la escuela-. Me miraba con los brazos apoyados en una mesa de escritorio mientras sostenía una pluma. Era una niña a la que le gustaba escribir como a mí, -pensé- me cayó bien de inmediato. Asocié la imagen al título; ella era Ana Frank, parecía que tenía mi edad y ya había publicado su primer (?) libro. Me parecía muy interesante escribir un diario, lamenté que no se me hubiera ocurrido antes a mí. Desde ese día lo hice. Como niña con ínfulas de escritora sentí la mordedura de la envidia y pensé en qué podría enseñarme su publicación para inspirarme.
Di la vuelta al libro rápidamente para leer la contraportada, junto a su nombre había dos fechas. Se me hizo un nudo en la garganta. Conté con los dedos -aun lo hago- su edad. Perdí a mi abuelo a los 5 años, vi las dos fechas junto a su nombre en una lápida, entendí muy bien que esa niña estaba muerta como mi abuelo y que parecía de mi edad pero no, murió a los quince, sólo tenía 15 años al morir, fue entonces cuando supe que era mayor que yo.
A continuación se explicaba en lenguaje adulto quién era esta niña y cómo murió. Fue la primera vez que leí: “campo de concentración”, “judío”, “cámara de gas”, “Bergen-Belsen”, "Auschwitz".
Desde ese momento crecieron mis ansias de conocer sobre el holocausto. He leído no pocos libros sobre el tema, visto documentales, incontables películas, devorado fotografías. Cada cosa que aprendía era más horrible que la anterior. “Maus” hizo mella en mí a los dieciséis, a solas el cómic y yo... Lloré y nunca me gustaron los cómics. “Shindler's list”, “la vida es bella”, “El pianista” me hizo llorar y aprender a partes iguales...



Sabía que la experiencia era dura, pero como visceral atraída por la literatura dramática fui. Viajé allí como la niña de ocho años que leyó por primera vez algo sobre el holocausto y aprendió esa palabra también.



           Al llegar me recorrió un escalofrío, pero hacía frío y no le quise dar importancia. Ante mí el cartel de las películas. No entendí a dos jóvenes de mi edad que se hicieron un selfie sonriendo junto al cartel: “arbeit macht frei” que como es sabido significa: el trabajo os hará libres. En otro tiempo les habría increpado y humillado por semejante comportamiento hoy solamente digo y opino -sin ser mi opinión la más válida en ningún punto- que Auschwitz no es un lugar para hacerse selfies o para posar sonriendo haciéndose fotos. Es hoy un museo de barbarie, tortura, dolor, sufrimiento y muerte. Me apenan aquellos que no tienen conciencia de su aquí y ahora, de no saber dónde están. Me quedo con el hecho de que sólo lo hicieron una vez a diferencia de dos señoras de mediana edad que posaban; del brazo, juntas y por separado demandando fotos al grupo y sonriendo en las mismas. Reconozco la superioridad moral que sentí al no caer en semejante bajeza ni hacerlas partícipes de lo que pensaba de ellas. Y sé que está mal, pero Auschwitz no es un posado del HOLA.



Cambiando de tema, la guía nos explicó que visitaríamos Auschwitz I y Auschwitz-Birkenau II. Caminamos por Auschwitz (I) y algo tan sencillo como caminar por allí fue solemne para mí. Visitamos los barracones y las celdas de castigo, las celda de hambre, las celdas de estar de pie y las de oscuridad. Al salir de ahí sentí picor en la comisura del labio, en el lado derecho, quise pensar que era un mosquito. Sentí quemazón en el centro del pecho, quise creer que tenía alergia. Me picaba toda la piel.

Cambiamos de barracón y se nos advirtió que sólo había un sitio donde no podíamos hacer fotos.



Vimos una sala con gafas, las gafas de todos aquellos asesinados que las llevaban y sólo quedó eso de ellos en el mundo. Yo llevo gafas, mis padres y abuelos siempre han llevado gafas, empaticé con el hecho de que eso fuera lo único que le quedara a alguien para recordar a un ser querido.

Después, había maletas vacías con nombres y apellidos o con la dirección de casa, como hacemos todos cuando nos vamos de viaje. Les engañaron a todos, les dijeron que iban a trabajar en el campo. Al llegar, los menos afortunados iban directos a la “desinfección”, a recordar un número dónde habían colgado sus cosas, como hacemos todos con la taquilla cuando nos duchamos fuera de casa. Y sólo cuando se veían tantos dentro de la cámara de gas debían entender que iban a ser asesinados.
Después los quemaban de a tres en los hornos crematorios colindantes y después arrojaban sus cenizas al río para exterminar su existencia física en este mundo.
Vi cuantiosa ropa de niños pequeños y bebés. Vi prótesis y muletas, todos aquellos con taras físicas eran los primeros en ser gaseados, sus prótesis iban a ser enviadas a hospitales alemanes. Había corsés y piernas protésicas infantiles. Con el corazón encogido llegamos a ese sitio donde no podíamos hacer fotos. Vi una sala de unos 30 metros de largo llena de cabello humano desde el suelo hasta el techo, al detalle, distinguí perfectamente unas trencitas rubias como las de mi hermana cuando era pequeña, había pelo de niños. Un 20% de los asesinados allí eran niños y jóvenes. Estaba allí el pelo que les cortaban al llegar, casi todo el grupo se emocionó en este punto.
El pelo de los judíos era aprovechado para hacer relleno de colchones para los nazis y para poner pelo en el cuello y puños de los uniformes militares.


Al salir de ahí mi presunta picadura de mosquito en la comisura del labio era un herpes en forma de constelación. No creo en las casualidades, sí creo en la biodescodificación y el origen emocional de la enfermedad.

Al salir vimos a tres rabinos, llevaban orgullosos la bandera de Israel a modo de capa, un kipá y se les veía sonrientes. Me imaginé perfectamente a la pequeña Carmen de ocho años abrazando a uno de ellos, era de lo único que sentía ganas en ese momento. Porque sí. Les oímos cantar, me alegró el corazón que su pueblo aún pueda cantar, no siento sino un profundo respeto por ellos y por todas las víctimas y supervivientes.


Vimos desde fuera el hospital donde el Dr. Mengele hacía sus experimentos. El lugar donde fusilaban a los judíos condenados a muerte y otros presos políticos.
Vi el único crematorio que se conserva en pie y las cámaras de gas, entré en posición gasho en señal de respeto, vi los arañazos de los allí asesinados en la pared donde impuse las manos, no todos los días uno puede tocar la historia con las manos.
Por respeto todos guardamos el debido silencio y la solemnidad que requería estar contemplando ese lugar donde fueron asesinadas tantas personas inocentes que espero puedan descansar en paz.



Por último, tomamos el bus lanzadera hasta Auschwitz II, al llegar allí no podía ver el final del campo por lo grande que era. Esto me llevó al atroz pensamiento de que todo eso estaba lleno de gente esperando a morir o ser asesinada. Vi uno de los vagones originales en los que llegaban desde otras partes, algunos para ser gaseados tras siete días de pasar hambre en un vagón con cadáveres y restos biológicos humanos. Vi las ruinas de los crematorios que trataron de volar los nazis al acabar la guerra. Y los barracones, ya no había ni literas, eran tablas de madera y frío suelo enfangado en el que dormir a temperaturas de veinte grados bajo cero en invierno. Había en aquella época, piojos, ratas, insectos varios y la mayoría morían de tifus, de inanición o de frío antes de ser gaseados. Auschwitz II era, si cabe, aún peor.


Esperaba ver cosas muy duras de las que sólo había leído e intuído cosas., esperaba sobrecogerme. No esperaba sorprenderme como sucedió. Hace 48 horas que visité Auschwitz y sólo tengo en mi mente las cosas atroces que vi. Nada de lo que había leído y escuchado se podía comparar con el infierno que vi y pude imaginar in situ.







































































Sabemos de dónde venimos: los recuerdos del mundo exterior pueblan nuestros sueños y nuestra vigilia, nos damos cuenta con estupor de que no hemos olvidado nada, cada recuerdo evocado surge ante nosotros dolorosamente nítido. Pero a dónde vamos no lo sabemos.

Para escribir este libro he usado el lenguaje mesurado y sobrio del testigo, no el lamentoso lenguaje de la víctima ni el iracundo lenguaje del vengador: pensé que mi palabra resultaría tanto más creíble cuanto más objetiva y menos apasionada fuese; sólo así el testigo en un juicio cumple su función, que es la de preparar el terrero para el juez. Los jueces sois vosotros.

Primo Lévy.

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